Escribo, por las mismas razones por las que leo
porque no me encuentro bien.
Juan José Millás
Está de moda la ficción que nos
descompone, que refleja y escribe el relato de los grandes temas de
la contemporaneidad. En 1941 Humphrey Bogart mostraba en El
halcón maltés el material del
que están hechos los sueños, la ficción contemporánea insiste en
mostrar el material del que están hechas nuestras pesadillas. Las utopías han sido sustituidas por distopías
negras que explican un futuro cercano asfixiante donde no hay
escapatoria ni lugar para la esperanza. Esa ficción es necesaria.
Sin embargo, ante el riesgo de morir de un exceso de evasión cabe el
riesgo de morir por un exceso de tenebrismo. No se trata de maquillar
la realidad, sino de alumbrar horizontes. Y eso es precisamente lo
que creo que hace The Newsroom, la
serie de la HBO que he terminado de ver esta semana. Sé que es una
serie contagiada de un idealismo épico, perversamente yanqui y tan
infantiloide como inverosímil. También sé que a su creador, Aaron
Sorkin, se le echa en cara construir personajes a través de los que
filtra su propio discurso de la realidad a un ritmo de veinte líneas
de diálogo por minuto y que también le han llovido críticas por
utilizar acontecimientos informativos recientes, pero ya pasados, en
vez de ubicar a la cadena de noticias Atlantis Cable News
en el epicentro de la más
rabiosa actualidad.
Sin embargo, hay que ser justos, la
propuesta de The Newsroom
es una de las más interesantes de lo últimos tiempos , no tanto por
las respuestas que ofrece, ni por las recetas que da, que son muchas
y abundantes (una versión escrita de las tres temporadas vale su
peso en oro) sino por las preguntas que Sorkin en su “misión de
civilizar” lanza: ¿cuál es la relación entre lo analógico y lo
digital? ¿cualquiera puede ser periodista? ¿cómo influyen las
redes sociales en el rigor informativo? ¿qué es el periodismo
ciudadano? Especialmente interesante resulta el capítulo en que se
aborda el estallido de Occuppied Wall Street
porque refleja algo que muchos de los que estuvimos en el 15M, al
igual que el personaje de Neal Sampat, intentábamos reconciliar: el
rechazo de los activistas a participar en los medios por
considerarlos cómplices de una estructura podrida a la que había
que abatir y el deprecio de los medios hacia los movimientos sociales
por las propuestas asamblearias y los intentos de construir un
movimiento horizontal, sin líderes ni ambiciones electoralistas.
El papel de las mujeres en los
medios de comunicación o la necesidad de caminar con paso firme
detrás de un ideal, la existencia de líneas rojas o el
quebrantamiento de las mismas son algunas de las líneas de discusión
que pone sobre la mesa The Newsroom y
que abren los grandes debates actuales entorno al periodismo ¿puede
un presentador opinar y dar noticias a la vez? ¿es eso justo? ¿es
deseable? ¿es necesario? ¿cómo se puede desempeñar tal tarea y al
mismo tiempo rendir cuentas a una empresa privada con su propia
línea editorial y a unas expectativas de audiencia?¿quién es Will
McAvoy? ¿y qué tiene todo esto que ver con la obra que vertebra las
tres temporadas de The Newsroom?
Ni más ni menos que El Quijote.
Ladrán, luego cabalgamos, uno de
sus versos más revolucionarios, da aliento a los trabajadores de
Noticias Noche para
lidiar una guerra con las audiencias y sus respectivas vidas
disfuncionales, liderados por un apesadumbrado escudero, Will
McAvoy, un conservador errático que es testigo de que el mundo que
ha conocido está desapareciendo, y una aguerrida productora,
Mckenzie McHale segura de que sea cuál sea ese mundo, necesita
Notícias Noche.
La metáfora del caballero
justiciero, aventurero, alucinado, moribundo, pero nunca del todo
vencido representa quizás más que nunca al periodista vocacional
que cree que tiene el deber de contar o revelar aquello que
permanecerá oculto de cualquier otra manera.
Ese impulso es el mismo que lleva a
muchos jóvenes periodistas a las fronteras con la muerte en Alepo y
Kobane, porque alguien tiene que contar la historia, pero las
historias, las fotos y los testimonios valen menos que en palabras de
Galeano “la bala que los mata”.
Nunca matar a corresponsales ha
salido tan barato, y así los periodistas, fotógrafos, freelances y
corresponsables han pasado ha engrosar la larga lista de los
nadies. Según el consejo de
protección de los periodístas (CPJ) 81 periodistas han muerto
desde que se inició el conflicto sirio, cifra que según Reporteros sin Fronteras asciende a 131 sumando a freelance y a bloggers. No
tienen compañeros esperándoles en ningún lugar, no pertenecen a
ninguna importante agencia de noticias y nadie va a poner el grito en
el cielo cuando aparezcan sus cuerpos. Especialmente
heroica es la lucha de los periodistas mexicanos por desentrañar la
realidad del narcoestado, hacer lo que hacen McAvoy y los suyos es
firmar una sentencia de muerte. Rubén Espinosa, el periodista
asesinado esta semana en el DF lo sabía. Responsabilizó de su
muerte al propio gobierno, huyó de Veracruz donde había recibido
varias amenazas para refugiarse en la capital federal que creía
lugar seguro. No sirvió de nada.
Ese
mismo impulso, más cotidiano pero no menos heroico es el que lleva
a jóvenes periodistas en nuestro país a trabajar gratis, a abrir
blogs y a hacer podcasts. Movidos con una dosis de esperanza que
también encierra en sí misma mucha incertidumbre y algo de locura:
que algún día eso que es una pasión o una forma de vivir, se
convierta, además, en un trabajo, y ese es el momento en el que la
frontera entre el activista y el periodista precario se difuminan por
completo.
Por supuesto, el idealismo de
Sorkin tiene sus puntos débiles. De ninguna manera se puede
entender que el periodista republicano y todo su equipo celebren sin
el más leve ápice de duda la matanza de Bin Landen. Sobre todo
después de pregonar su amor por las garantías procesales, su
desencanto con la decrepitud moral del país y denunciar el
extremismo del Thea Party, a quienes McAvoy llama “talibán
americanos”. No, nos engañemos el objetivo de Sorkin no es
desenterrar el patio trasero de la política yanki, sino apuntalar
bien los cimientos del sueño americano.
A Sorkin se le ven las intenciones
muy rápidamente. En la primera escena del capítulo piloto que abre
la serie, durante una conferencia con preguntas del público Will
McAvoy debe responder “¿Por qué América es el mejor país del
mundo?” McAvoy no quiere contestar la pregunta. Pero finalmente
creyendo tener una alucinación, o un ataque de vértigo, ve a
Mckenzie entre el público con un cartel que dice “ It is not. But
it can be” (No lo es. Pero puede serlo).
La crítica incisiva de porqué América no es el mejor país del
mundo da paso enseguida a la épica patriótica sobre las razones por
las que sí podría serlo, o sí debería serlo. El sentido completo
de la serie, su relación con el periodismo 2.0, la apuesta por
posicionarse ante la realidad puede resumirse en esa leve indicación:
“No lo es. Pero puede serlo”.
El periodismo todavía no es así.
O ya no es así. No sabemos si es el mundo el que se ha oscurecido o
nosotros los que hemos hecho un mal trabajo, pero los papeles del
Washington Post que
hicieron dimitir a Nixon hoy no le hacen cosquillas al status quo:
dos grandes filtraciones en materia de seguridad nacional como
Wikileaks y la NSA de Edward Snowden no han hecho que se tambalee el
gobierno de Obama. En cualquier caso, hay gente que continua
jugándose la vida para filtrar información, para hacer público lo
que permanecería oculto de cualquier otra manera , para contar quién
vende las armas a quién en un lugar recóndito del mundo. Todo eso
ocurre, sigue ocurriendo. Y quizás esa sea la constancia de todo lo
que aún puede ocurrir si algunos temerarios siguen empeñados en que
lo que tenemos delante no son molinos.
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