domingo, 14 de junio de 2015

The Congress: el futuro está en alguna parte del pasado.



Llevo varias días, semanas, meses sabiendo que estoy al final de algo. Sé que tras ese final está el futuro, pero por alguna razón que sólo puedo atribuir a la inestabilidad de mis pasos, ese futuro no termina nunca de llegar y acumulo en la piel los surcos de una  cansada transición. A veces creo que correr más rápido me llevará directamente  al principio de lo que va a venir, agito la jaula en la que vive el pájaro muerto, disimulo un gesto de resuelta decisión: esta soy yo diciendo  con certeza "si" "no" "lo quiero ahora" "para siempre".

Pero el gesto se desvanece, la decisión se hace duda, todo lo vivo vuelve a morir. Cada muerte es un incendio diminuto. Y quien he sido me persigue donde ya ningún yo encaja en lo que es.   El final de los algos se parece a contemplar un paisaje familiar en el que el elemento principal ha sido fuertemente adulterado pero somos todavía incapaces de identificar de donde procede la distorsión. 


Entre lo interno y lo externo y lo real y lo irreal hay infinitas estructuras de vasos comunicantes que es por donde parece circular el cine de Ari Folman; el tiempo, la memoria, el olvido, la identidad, el sueño, la hipnosis, el eclipse, la sobredosis, la amnesia, la huída y la verdad.  Desde Platón hasta  Borges, pasando por Christopher Nolan, Matrix y David Lynch, el arte se ha cuestionado que la realidad sea un estatuto sólido, sino más bien  una cualidad atravesada por capas que van desde el limbo hasta la conciencia. 

Para llevar esas diferencias a la imagen Ari Folman utiliza la alternancia entre imagen real y animación. Pero no hay que dejar que la aparente  asociación entre (imagen animada=irrealidad) (imagen real=realidad) nos ciegue.

 En Vals con Bashir (2008) la imagen animada no se corresponde con la irrealidad, ni tampoco con con el recuerdo, es una suerte de mezcla entre memoria dañada , imagen inventada, trauma y culpa. La imagen animada casi sorda y sutil, lo que alguien podría llamar incluso una "estetización del horror", nos da la llave en "Vals con Bashir"  de la subjetividad del protagonista: un director de cine obsesionado con un sueño repetitivo, que cree que puede ser la constancia de un recuerdo de su participación en la matanza de palestinos en Sabra y Chatila durante la guerra del Líbano.  En el mundo de lo animado caben la mezcla de elementos imposibles que no por inexistentes son menos reales. Lo imaginario, esa cualidad de deformar el pasado de acuerdo con una condición anímica del presente,  recordar por ejemplo una coreografía ensayada con una kalashnikov entre el sonido rítmico de la rozadura de las balas, se corresponde con algo más necesario que ajustarse a  los hechos del suceso: la necesidad de la psique humana por defenderse a sí misma a toda costa, incluso a costa de un ente externo llamado realidad. Tal realidad objetiva es inasible sin el ojo que la mira, son imágenes de un horror sin contexto ni parámetros, fragmentos de cuerpos, órganos enterrados en la historia, sin tiempo ni relato.  





En The Congress (2013) la premisa es completamente distinta, aquí Ari Folman parte de una historia con imagen real, anclada en una introducción de marcado carácter dramático para deformarnos el retrato del presente hasta llevarnos al delirio, alejarnos de parámetros conocidos y soltar las amarras del yo hasta disolver la conciencia en una suerte de cóctel químico que va alejando a la protagonista de los otros, de las  verdades impronunciables, de sí misma. 
Ari Folman hace una adaptación muy libre de la novela de Stanislaw Lem "El Congreso de Futurología" (autor de grandes novelas del género como Solaris).  La distopía de la novela de Lem se quiebra cuando Ari Folman decide empezar el relato enunciando un discurso en primera persona sobre la fractura del cine, la fractura del relato, la fractura de la actriz. Robin Wright interpreta a Robin Wright, una actriz madura que se arrepiente de no ser lo que podía haber sido, aunque no tenga una idea concreta de a que a renunciado y por qué,  una promesa del cine a los veintipocos años con La princesa prometida, una madre abnegada, una mujer construida a base de equívocos que recibe la que podría ser la última oferta de su carrera: los estudios Miramount le ofrecen un contrato para digitalizar su cuerpo y utilizar su imagen en la interpretación de cientos de miles de papeles en los que siempre resultará joven, pero ya nunca será ella. 
Un magnífico Harvey Keitel y la propia Robin Wright interpretan la escena de la digitalización que pone el broche al primer acto de la película. Una escena que parece un claro homenaje a Metrópolis, con todos los focos y las máquinas devorando la emoción de la actriz en pro de un progreso técnico perverso y alienante. 






"Nueva York era una ciudad llena de jardines suspendidos" 

En el Congreso de Futurología, la película pierde fuelle, entre otras cosas porque la calidad de la animación no se parece al tipo de imagen sutil y poética que habíamos visto en Vals con Bashir, claro que la propuesta aquí es un descenso hipnótico, un elogio a la fantasía donde la industria química ha desarrollado capacidades de evasión tan sofisticadas que uno puede elegir su propia fantasía según su estado mental, puede tomar cápsulas para volar, para tener el síndrome de Usher, para parecerse a Jesucristo o para tener porno con su actriz favorita. ¿Dónde esta Robin Wright en ese momento? ¿Dónde está el cine? Los estudios se han convertido en una compañía farmacéutica que distribuye minidosis de fantasía para la autogestión personal, el cine como arte o relato mítico que sitúa la realidad y hace de marco referencial no existe, cada cual tiene su propio marco en una gran orgía del autoentretenimiento sin conciencia del yo, ni recuerdos, sin nociones limitantes de tiempo, espacio y gravedad. La película avanza haciendo grandes referencias al mundo del arte y homenajeando algunas escenas de la propia historia del cine: imposible no pensar en Titanic,  2001 una Odisea en el Espacio o Carretera Perdida.












Al salir de ese estado de ensoñación histérica, Robin Wright encuentra un mundo en el que ya no puede ser Robin Wright, la podredumbre social y vital ha alcanzado a la población mundial de tal manera que el planeta entero es un inframundo que  vive en una evasión miserable y harapienta de adicción tecnológica y abstracción autista. No hay camino de vuelta ni hacia adelante, ni hacia atrás, está atrapada en un limbo en el que los vínculos con lo real se han roto pero al mismo tiempo está fuera ya de una compulsión delirante por abstraerse del presente. ¿Cómo caminar hacia alguna parte del futuro? La película quizás nos devuelve la única respuesta posible: el propio objeto cinematográfico que urde los diferentes fragmentos de la narración, reconstruyendo el relato. La única arma que la protagonista tiene  para reencontrarse con su hijo en el mundo caótico de la fantasía animada es  conocer  fantasía de este. Robin Wright toma una fórmula para convertirse en él y vuelve al mundo adulterado construyendo los acontecimientos desde los ojos de su hijo. Así,  imagen tras imagen la fantasía con una narrativa cronológica  parece descansar sobre un sentido. Al lado de una avioneta, justo igual que al inicio de la película, Aaron, el hijo de la protagonista sueña con convertirse en uno de los hermanos Wright, los inventores de aviones, que casualmente comparten apellido con su madre y con la actriz Robin Wright. 



Llegados a este punto, una se pregunta qué parte de ese cine que llamamos ciencia-ficción o "distopía" constituye en realidad un cine-filosófico que nos habla sobre el presente y sus agujeros de gusano simbólicos. The Congress, una película valiente, aunque no redonda, es en realidad una defensa del cine como mecanismo que articula sentidos, una defensa del relato como contexto, en el que el pasado es el hilo de Ariadna que nos mantiene unidos a la tierra, igual que en las cometas que aparecen en la película, sólo podemos volar si hay alguien abajo que nos sujeta.  




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